En la vida todo tiene un encanto, el que nos permite convertirnos en fervientes admiradores, cultores o esclavos por preferencia de alguna cosa. El arte no está exento de esto, por el contrario, es por excelencia un recurso encantador mágico el que nos convence y conmueve hasta lo más profundo del espíritu. La obra de Pedro Arrate es un perfecto ejemplo. Cuando la abordamos quedamos rendidos ante ella. Asimismo, devela de inmediato un mundo en el que todas las formas se encuentran en su justo lugar. En estado de reposo, nos da la sensación de no existir nada de más ni nada de menos en el universo, solo lo exacto. Los trazos libres y espontáneos no son su fuerte. Es una obra guiada por la razón responsable del balance y la mesura. Igualmente, provoca inquietantes sensaciones, como si estuviéramos delante del cuadro con el más excitante color. La concreción es tal que lo convierte en el maestro del equilibrio y las líneas, las que en su convergencia producen formas inevitablemente racionales y perfectas, pero a la vez cotidianas. Nos encontramos con sillas, paraguas, palomares, maquinarias, estructuras, hamacas, hasta una diaria y habitual cola, de ahí el carácter intimista de su obra, la que no se separa de la realidad. Continúa siendo fuerte, preciosista, sin perder el rastro abstracto a partir de la solución geométrica escogida.